Es evidente cuando se pierde el interés por alguien. Cuando esto
sucede, es más fácil encontrar errores en el otro. Los defectos que en un
principio no se veían, saltan a la vista igual que conejos en fuga: las
discusiones florecen y la fodonguez se alimenta. Es como si al consumar una
relación con el acta matrimonial, los contrayentes se suicidaran
psicológicamente y, a partir de ese momento, se extinguiera también cualquier
tipo de interés entre ellos.
Simón
acomoda su trasero en el sillón y toma de nuevo el control del televisor. Lejos
de agradecer el descanso dominical, reprocha tan tonta imposición, pues con eso
de que Guille no sale de casa de su madre durante toda la semana, el domingo se
destina a lavar el roperío, medio limpiar la cocina y olvidar la recámara
principal.
Ya
con el trasero cómodo, Simón ve pasar a Guille de un lado a otro y escucha que
cada que llega al fregadero de la cocina azota cazuelas, vasos y platos, como
si le pesara hacer lo que hace. No era así al principio. Entonces los domingos
eran otros, las mañanas alegres, distintas. Se levantaban muy temprano y salían
a desayunar. Regresaban a casa por la tarde y se acostaban frente al televisor,
así, como cualquier pareja normal. Ahora, los domingos son una maldición que
los resigna a añorar la bendición de un lunes en el que se pueden escapar de
casa para vivir una soltería que ya no existe.
En
esto se resumen hoy en día los matrimonios. Se vive con alguien pero no, es
decir, justo en el momento en el que termina el encanto, cada quien puede hacer
lo que se le hinche la gana, más aún cuando ese tiempo compartido transforma al
amor en una rutina llena de broncas y deudas.
Así
se descubre Simón, persiguiendo a Guille en su afán por cavar un pozo entre la
sala y la cocina. La observa cuidadosamente y la encuentra acabada, sosa,
lenta. Se ha quedado parada con la mirada fija en el patio, observando quién
sabe qué debajo de ese sol lechoso de primavera que se desparrama sobre la
barda. No hace falta ser inteligente para intuir que Guille no tiene el
pensamiento en blanco. Algo recuerda. Sus ojos brillan más que de costumbre y
en su cara se dibuja una de esas sonrisas que lo ponen a uno en evidencia.
Entonces Simón afina la mirada, entre cierra los ojos y por su cabeza pasan un
sin fin de cosas. Qué, ¿te vas a quedar ahí parada? Pareces lela ¿De qué te
ríes? Le dice con tono de te estoy observando. ¡Ay, ya vas a empezar a
fastidiar! Responde ella, fingiendo que por su cabeza no ha pasado nada que no
sea ropa sucia y trastes por lavar. Hazte, hazte que no pasa nada. Estoy hasta
la madre de tus pinches sonrisitas. ¿Pus qué te traes? Nadie me quita de la
cabeza que eso de irte a casa de tu madre es pura faramalla, que andas de
cabrona por allá. Simón se incorpora, arroja el control del televisor al sillón
y se rasca nervioso el cuello. ¡Bah!, continúa ella, ahora resulta…
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Ahora resulta qué – Increpa él en tono más alto.
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Mira, Simón, deja de estar jodiendo. Yo contigo no me meto. – Guillermina se
aferra a una camisa y a la ropa de su hija que hasta hace un momento se paseaba
con ella colgando del hombro.
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A mí no me vas a ver la cara de pendejo. – Simón la toma del brazo y aprieta… Aprieta...
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Suéltame, estúpido. – Lo empuja y busca la salida hacia el patio trasero. Él la
detiene de los cabellos mientras ella busca alcanzar algo de la pequeña barra
que divide al comedor de la cocina.
Gritan.
Sus gargantas se abren y dejan escapar toda una retahíla de insultos y
amenazas. En estas condiciones, y con las ventanas abiertas, una casa grita al
mundo la realidad que vive dentro de ella. La gente pasa, se detiene, murmura;
no falta alguna vecina chismosa que recuerda no haber barrido la banqueta y
cree necesario hacerlo en ese momento.
Guillermina
logra escapar de las manos de Simón y corre por las escaleras hacia la habitación,
sin embargo, al llegar a la mitad, Simón se aferra a uno de sus tobillos que,
sin pensar, hala hacia él. Ella cae al suelo, él sobre ella. La toma del
cuello, con su rodilla derecha aplasta su pecho y amenaza con dejarla encerrada
para siempre, amarrada a una de las patas de la cama y con el hocico cerrado
con algún trapo viejo. Ella llora, siente impotencia y maldice su condición de
mujer, su debilidad ante la fuerza del hombre.
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Mira cabrón, si fuera bato ya te hubiera partido toda tu madre.
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No me hables así, bastante me faltas al respeto no estando en la casa,
largándote con tu madre toda la semana y uno aquí, como tu pendejo…
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Pues sí, Simón, eres un pend…
No
ha terminado la frase cuando Simón la arrastra escaleras abajo. Guillermina siente
cómo su espalda y nuca golpean contra los escalones, cómo su piel deja rastro y
solamente cierra los ojos e intenta escapar con el pensamiento. Siente ganas de
huir a casa de su madre o a algún otro lugar en donde Simón no exista, lejos; y
ante los ojos cerrados Simón reacciona, se detiene y se aleja lento, con la
respiración y los latidos del corazón a todo lo que dan. Y por qué le estoy
tupiendo si ya no me interesa, se pregunta, se acerca a la ventana buscando el
aire de la calle y descubre que ya no es una sino varias las vecinas que barren
sus banquetas y se aleja de la ventana de inmediato.
Camina hacia la barra que divide la cocina del comedor, toma los cigarros, enciende uno y, justo cuando lanza el humo, descubre a su hija debajo de la mesa de cocina, llorando.
DR. Del libro Cuentos para entristecer al payaso. Casillas & Figueroa Ediciones. Jalisco, México.
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