lunes, agosto 08, 2022

La rutina / Sonia Silva-Rosas



     Es evidente cuando se pierde el interés por alguien. Cuando esto sucede, es más fácil encontrar errores en el otro. Los defectos que en un principio no se veían, saltan a la vista igual que conejos en fuga: las discusiones florecen y la fodonguez se alimenta. Es como si al consumar una relación con el acta matrimonial, los contrayentes se suicidaran psicológicamente y, a partir de ese momento, se extinguiera también cualquier tipo de interés entre ellos.

Simón acomoda su trasero en el sillón y toma de nuevo el control del televisor. Lejos de agradecer el descanso dominical, reprocha tan tonta imposición, pues con eso de que Guille no sale de casa de su madre durante toda la semana, el domingo se destina a lavar el roperío, medio limpiar la cocina y olvidar la recámara principal. 

Ya con el trasero cómodo, Simón ve pasar a Guille de un lado a otro y escucha que cada que llega al fregadero de la cocina azota cazuelas, vasos y platos, como si le pesara hacer lo que hace. No era así al principio. Entonces los domingos eran otros, las mañanas alegres, distintas. Se levantaban muy temprano y salían a desayunar. Regresaban a casa por la tarde y se acostaban frente al televisor, así, como cualquier pareja normal. Ahora, los domingos son una maldición que los resigna a añorar la bendición de un lunes en el que se pueden escapar de casa para vivir una soltería que ya no existe.

En esto se resumen hoy en día los matrimonios. Se vive con alguien pero no, es decir, justo en el momento en el que termina el encanto, cada quien puede hacer lo que se le hinche la gana, más aún cuando ese tiempo compartido transforma al amor en una rutina llena de broncas y deudas.

Así se descubre Simón, persiguiendo a Guille en su afán por cavar un pozo entre la sala y la cocina. La observa cuidadosamente y la encuentra acabada, sosa, lenta. Se ha quedado parada con la mirada fija en el patio, observando quién sabe qué debajo de ese sol lechoso de primavera que se desparrama sobre la barda. No hace falta ser inteligente para intuir que Guille no tiene el pensamiento en blanco. Algo recuerda. Sus ojos brillan más que de costumbre y en su cara se dibuja una de esas sonrisas que lo ponen a uno en evidencia. Entonces Simón afina la mirada, entre cierra los ojos y por su cabeza pasan un sin fin de cosas. Qué, ¿te vas a quedar ahí parada? Pareces lela ¿De qué te ríes? Le dice con tono de te estoy observando. ¡Ay, ya vas a empezar a fastidiar! Responde ella, fingiendo que por su cabeza no ha pasado nada que no sea ropa sucia y trastes por lavar. Hazte, hazte que no pasa nada. Estoy hasta la madre de tus pinches sonrisitas. ¿Pus qué te traes? Nadie me quita de la cabeza que eso de irte a casa de tu madre es pura faramalla, que andas de cabrona por allá. Simón se incorpora, arroja el control del televisor al sillón y se rasca nervioso el cuello. ¡Bah!, continúa ella, ahora resulta…

--- Ahora resulta qué – Increpa él en tono más alto.

--- Mira, Simón, deja de estar jodiendo. Yo contigo no me meto. – Guillermina se aferra a una camisa y a la ropa de su hija que hasta hace un momento se paseaba con ella colgando del hombro.

--- A mí no me vas a ver la cara de pendejo. – Simón la toma del brazo y aprieta… Aprieta...

--- Suéltame, estúpido. – Lo empuja y busca la salida hacia el patio trasero. Él la detiene de los cabellos mientras ella busca alcanzar algo de la pequeña barra que divide al comedor de la cocina.

Gritan. Sus gargantas se abren y dejan escapar toda una retahíla de insultos y amenazas. En estas condiciones, y con las ventanas abiertas, una casa grita al mundo la realidad que vive dentro de ella. La gente pasa, se detiene, murmura; no falta alguna vecina chismosa que recuerda no haber barrido la banqueta y cree necesario hacerlo en ese momento.

Guillermina logra escapar de las manos de Simón y corre por las escaleras hacia la habitación, sin embargo, al llegar a la mitad, Simón se aferra a uno de sus tobillos que, sin pensar, hala hacia él. Ella cae al suelo, él sobre ella. La toma del cuello, con su rodilla derecha aplasta su pecho y amenaza con dejarla encerrada para siempre, amarrada a una de las patas de la cama y con el hocico cerrado con algún trapo viejo. Ella llora, siente impotencia y maldice su condición de mujer, su debilidad ante la fuerza del hombre.

--- Mira cabrón, si fuera bato ya te hubiera partido toda tu madre.

--- No me hables así, bastante me faltas al respeto no estando en la casa, largándote con tu madre toda la semana y uno aquí, como tu pendejo…

--- Pues sí, Simón, eres un pend…

No ha terminado la frase cuando Simón la arrastra escaleras abajo. Guillermina siente cómo su espalda y nuca golpean contra los escalones, cómo su piel deja rastro y solamente cierra los ojos e intenta escapar con el pensamiento. Siente ganas de huir a casa de su madre o a algún otro lugar en donde Simón no exista, lejos; y ante los ojos cerrados Simón reacciona, se detiene y se aleja lento, con la respiración y los latidos del corazón a todo lo que dan. Y por qué le estoy tupiendo si ya no me interesa, se pregunta, se acerca a la ventana buscando el aire de la calle y descubre que ya no es una sino varias las vecinas que barren sus banquetas y se aleja de la ventana de inmediato.

Camina hacia la barra que divide la cocina del comedor, toma los cigarros, enciende uno y, justo cuando lanza el humo, descubre a su hija debajo de la mesa de cocina, llorando.



DR. Del libro Cuentos para entristecer al payaso. Casillas & Figueroa Ediciones. Jalisco, México.  


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