lunes, julio 09, 2012

De Balderas a Etiopía


I

Uno siempre termina hartándose de esta vida. Tantos días cargando lo mismo lo orillan a uno al cansancio y a vivir en el recuerdo, en esos tiempos que ya pasaron y que desde donde estamos parecen ser los mejores momentos. Tantos días y con ellos se van acumulando problemas, preocupaciones, amigos y enemigos. Gente que conocemos se muere y otra que desconocemos nace por segundo en algún rincón del mapa. Los hijos crecen y uno envejece, los hermanos se agrietan, las parejas se cansan de lo mismo, lo mismo, porque la rutina es el pan nuestro de cada día, la rutina y el cansancio de esperar que algo especial suceda, algo que nos haga saltar del letargo y nos dé nuevos bríos para continuar respirando.
            Este texto incluso puede ser repetitivo, repetitivo, repetitivo… el mismo sentir del ser humano por siglos, generaciones enteras, porque a nadie se le preguntó si quería venir a vivir tanta porquería, tanto hastío, tanto cansancio. Tal vez por eso la muerte, a final de cuentas, no es tan mala idea. Es extraño pensar en la muerte cuando más de un muerto daría lo que fuera por estar aquí de nuevo, viviendo lo mismo, lo mismo. Repetir y repetir y repetir los días y con ellos la monotonía y el cansancio y la rutina y de pronto decir que, entonces, la muerte no es tan mala idea y añorarla sin recordar que ya se estuvo muerto.
            ¡Demonios! Esta vida termina por cansarlo a uno y uno de pronto se descubre en medio de algún vagón del metro, observando a los demás e imaginando cómo serán sus vidas, cerrando los ojos y pensando que se es la chica de frente o la señora que bajó del vagón o el señor que vende CDS con música de regaetón o de José José y Camilo Sesto y cuando escucho a Camilo Sesto me salgo de mí y me lanzo al hueco de los recuerdos y de nuevo me veo niña en casa de mis padres, tan lejos de tanto problema, tan lejos del abandono, con el sol de lleno en el rostro sin otra preocupación que la de sacar buenas notas y salir a pasear en bicicleta llegada la tarde, buscando esquivar al maldito del Peluchín que esperaba en la esquina con el hocico lleno de ladridos, persiguiendo las ruedas de mi bicicleta. 
            Entonces el timbre de puertas a punto de cerrar retumba en los oídos y de nuevo el gentío frente a mí, con sus rostros escurridos y los párpados cerrados, delatando noches sin dormir o el cansancio mismo porque, de verdad, esta vida termina por hartarlo a uno.