jueves, noviembre 20, 2008

Sin título

Para Ámparo Dávila
Un pequeño homenaje

Si vieras qué chulas se veían las sandías ahí, atrás de la camioneta. Josefina las acomodó rebien, hasta parecía que había agarrado una regla y había medido el espacio entre una y otra. El mantel verde se confundía con la cáscara y resaltaba el rojo de la fruta que se veía fresca, rebosante de jugo. Con el calor hasta se antojaba detenerse y darle de mordidas a uno de los trozos que se asomaban coquetos entre vasos de plástico, cuchillos, saleros y chile piquín. No había mucho viento pero el poquito que hacía llevaba el olor a sandía a la nariz de quienes por ahí pasaban. Nomás de oler la sandía me acordé de los labios de la Ceci, carnositos y rojos, pa colmo se pone brillito sabor sandía, así que ya te imaginarás, pa pronto se me vino a la cabeza aquella tarde, ándale, esa, en el estanquillo, cuando le robé ese beso. Ella nomás cerró los ojitos y yo ni de Josefina me acordé, me dejé llevar y mis dientes mordían y mordían sus labios carnositos, carnositos te digo, y por mi nariz entraba su olor a carne joven, a sandía fresca.
Ahí me quedé parado, debajo de uno de esos árboles grandotes y frondosos que están en uno de los camellones de Paseos, con la mirada fija en los carros que pasaban y con la memoria perdida en los pocitos que se le pintan a la Ceci en sus mejillas cuando se sonríe. Te juro que no me di cuenta cuando llegó ese wey al puesto. Antes de quedar en trance, con el olor de la sandía y los labios de la Ceci prendidos en mis recuerdos, sólo vi mucha gente que esperaba el RTP y a esos camiones que van a San Ángel, Copilco y Viveros. Algo tronó cerca de nosotros, igualito a los cuetes que lanzan en las fiestas a nuestra Señora de Santa Lucía allá, en el pueblo. Pa pronto todo mundo se lanzó al suelo, la calle se llenó de cuerpos regados por todas partes y se escuchaban gritos de susto, de pánico. El viento ya no jugaba entonces con el aroma de las sandías sino que comenzó a regar olor a polvora. Cuando abrí los ojos vi de cerquita el pasto, hasta vi un caracol que, imagino, trataba de entender qué jodidos hacía yo allá abajo, mirándolo de cerquita. Levanté los ojos y busqué pa pronto a la Josefina. No la vi y la verdad me asusté. Poco a poco me fui levantando, miraba pa todos lados, no fuera a ser que de nuevo comenzara la tronadera y, cuando vi que los demás ya estaban de pie, me entró la confianza y crucé la calle. Cuando llegué a la camioneta, ahí, justo debajo de las sandías, estaba el cuerpo de ese wey, con un buen de agujeros en el pecho y en la cara. Corrí pa delante de la camioneta a buscar a la Josefina y estaba ahí dentro, llorando, tirada debajo del volante, azorrillada entre los pedales de la camioneta. Abrí la puerta y le pregunté que había sucedido. Salió como pudo y se abrazó a mí. Me dijo que un carro gris, de esos grandotes, lujosos, se había parado a preguntar cuánto costaban las sandías y que de pronto unos fulanos habían abierto el cristal trasero del carro y comenzaron a dispararle al wey. Ella nomás atinó a correr pa dentro de la camioneta y se había puesto a rezar en voz alta.
La gente comenzó a llegar a la camioneta. Todo mundo gritaba, las viejas lloraban y algunos weyes le llamaban a la patrulla y a la ambulancia. Mucha, mucha gente, no sé de dónde sale tanta gente cuando hay una desgracia, es como si alguien moviera cada pedacito de tierra y de ellos brotaran las personas. Yo pa pronto pensé, bueno fuera que todos me compraran una rebanada de sandía, con eso salvaríamos la venta… pero no, nadie se iba a ocupar en ese rato de tragar sandía en medio de tanta sangre, ni por mucho que fuera el calor, ni por mucha que fuera el hambre.Nadie se iba a tragar una rebanada de muerte.
Ahí se quedaron todas las sandías, bien acomodaditas, una detrás de otra, observando desde la camioneta y su exacta simetría cómo la muerte jugaba con el viento de la tarde, cómo el miedo llenaba a la gente y le espantaba calor y sed. Todos, con el hocico seco, mirábamos el cuerpo de ese wey tirado mitad en la banqueta, mitad en la avenida, con los ojos clavados en el cielo azul, un azul como no es costumbre ver en esta ciudad. Ya no vendimos nada, todo lo tiramos a la basura, todo, todo se había quedado, salado por la muerte.

jueves, mayo 15, 2008

martes, marzo 11, 2008

Canto, letanía (o cómo despedirse del DF sin mentarle la madre)

El largo pasillo a casa,
el patio central del San Carlos,
el despacho de la abuela,
el recibidor del kinder de los niños,
Avenida Chapultepec,
la colonia Roma entera,
Cuauhtémoc, Insurgentes,
Balderas, Etiopía,
Tacubaya y el Zócalo,

el messenger y el ciberespacio,
la banca del parque Luis Cabrera,
la fondita de doña Aurora,
los tacos del jarocho,
el Oxxo, el Seven Eleven
y el puesto de periódicos de Javier,

el andar entre hoteles y hospitales
con el deseo de vender alguna pulidora,
el sol de la tarde
y el frío de la noche,

los brincos de Chato y Nene
por la calle Chihuahua,
los recuerdos de la calle Nápoles,
la plaza Río de Janeiro a las ocho
de la mañana,

este depa testigo de mi regreso
después de siete años,
con dos hijos y una familia rota
como la de Lilo pero sin Stitch,
porque nuestro Stitch
decidió que no había vivido lo suficiente
y se marchó con los alienígenas
a explorar otros espacios,

mis libros, mi estudio
y el patio en Santa Lucía,
los versos que aún esperan,
Paz, Kundera, Unamuno,
Reyes, Bataille,
poetas y filósofos de toda la historia
aquí, conmigo,
a oscuras, en silencio,
con los cigarros a punto
de terminar y el café en la estufa,

mi cabeza en medio del todo
y de la nada al mismo tiempo,
mi cabeza, mi vida, mi destino
que pende de un hilo
justo a los treinta y seis,
el temor que circunda los cuarenta,
la impotencia del desempleo,
la sorpresa de haber visto
y presentido la muerte
en pleno Octubre,

Chato escribiendo sus primeras palabras,
Nene cantando y con el sueño
de ser líder de una banda de rock
cuando sea grande,
de nuevo yo en medio de las calles
del DF persiguiendo el pan nuestro,
con el sudor confundido con las lágrimas,
con el coraje de ser y no ser
al mismo tiempo,

el teléfono de la esquina,
la voz de mi padre
que me infunde ánimos para seguir,
la voz de mi carnal
preguntando por los niños,
la voz de mi madre
con su enojo reprimido,
la voz de Andrés
en algún punto del mapa,
la voz de Juan Pablo
en medio de la soledad,
una soledad que nos arrastra,
nos azota y nos arranca
las lágrimas de los ojos,

de nuevo yo en la esquina
del depa,
frente a una pantalla
que me observa silente,
de nuevo yo y este pinche
corazón que parto en cachitos
para ya no sentir,
porque ya no quiero sentir,
porque ya no quiero seguir llorando
ni temiendo, ni extrañando,

no quiero nada,
¡ya no quiero nada!
todo ha sido dado
y en respuesta la nada,
en respuesta descubrirme
durante la madrugada
sentada en el rincón izquierdo
de la habitación,
a las tres de la mañana,
a la hora en que mis ojos se abren
para mostrarme una realidad oscura,
tragándome las piernas de los recuerdos,
mordiendo pedacitos de Monterrey
mientras escucho a los Hombres G,

y este silencio,
este maldito silencio
que se hace enjambre en los oídos,
miles de abejas
devorándome por dentro
aunque los Hombres G canten
yo te necesito,
aunque Jarabe de Palo diga
que hay dos días en la vida
y Pavarotti busque sanarme las heridas
con su voz,

¡Malditas las lágrimas
que no me dejan continuar!,
¡malditos los cachitos del corazón
que ahora gritan más fuerte,
todos juntos uno solo!,

una
sola
yo
en
medio
de
la
noche…

y la noche abre sus fauces,
gran puta alcahueta
de pasiones reprimidas,
la noche y los ruidos
del café de allá afuera,
la Avenida Álvaro Obregón
con sus ambulancias
y trasnochadores,
yo, de nuevo,
con el celular en las manos
esperando que suene,
un cigarro,
y otro cigarro,
y otro cigarro
y un café con el cigarro
y pensar y pensar y pensar
y pensar lo mismo, lo mismo, lo mismo,
y otro cigarro y un ¡chingada madre,
estoy harta de lo mismo, lo mismo, lo mismo!
No quiero ser hija de la mediocridad,
no quiero ser prima del conformismo,
y afuera la noche y la amenaza
del día que se acerca para ser lo mismo,
lo mismo, lo mismo,
porque a mis treinta y seis
aún no sé para qué demonios vine,
diez años en el DF
y siempre fue lo mismo, lo mismo, lo mismo,
confirmar cómo las palancas dan empleos,
cómo las mafias benefician a sus integrantes
y condenan a sus enemigos,
diez años en los que aprendí lo que signfica perder
y vivir en un hotel y otro hotel y otro hotel,
y observar cómo los sueños se estrellaban
en la Doctores, sentir cómo los espacios
lentamente se achicaban,
y concluir que, como cantaba Mecano,
aquí en el DF sólo fui aire,
oxígeno, nitrogeno y algo, sin forma definida…

jueves, enero 31, 2008

Sin Título (Aún)

Te digo que no me di cuenta qué sucedió, lo que sí es que fue muy incómodo llegar con Laura y sentir que todo mundo me miraba, como acusándome de algo. Llegué y los oficiales de la entrada se me quedaron viendo por largo rato. Yo no supe qué decir, pregunté por Laura y justo en ese momento ella salía de su oficina. Tomé la pluma y me registré. ¡Rayos! Hasta yo misma me acusaba de algo, tal vez de mi distracción, porque bien sabes que soy muy distraída ¡carajo! Como aquella vez que me salí del cine y dejé a las muchachas allá dentro. Me di cuenta de que algo me faltaba cuando ya estaba afuera y tuve que llamar al celular de Mary para que saliera por mí, pues ella traía las entradas. Pero hoy por la mañana fue el colmo. Me pasaron a la sala de espera porque Laura andaba en el segundo piso, me senté y había un señor en una de las computadoras, al parecer catalogaba libros. El señor, sin despegar el rostro de la pantalla, levantó la mirada y me observó, segurito y hasta él se dio cuenta. Yo hice como que no lo vi y quesque miraba los libreros enormes que estaban frente a mí. Me levanté y leí el lomo de algunos, libros de historia, de poesía, de Paz y de Sabines. Miré de reojo y vi que Laura salía de su oficina, sólo me atiné a preguntar ¿y ahora que qué jodidos hago? Era un hecho que Laura me saludaría como siempre y por tanto se daría cuenta, así que sólo atiné a alejar el brazo de mi cuerpo y ponerla sobre aviso, ¿Qué tienes? ¿Estas enferma?, me preguntó con esa sonrisa amable que tiene, No, es sólo que…, le respondí sin saber cómo terminar la frase, ¡Ah, ya! Me dijo y su sonrisa se desvaneció. Se sentó frente a mí, lo más lejecitos que pudo, y así estuvimos platicando hasta que mi autocrítica me obligó a dar por terminada la charla. De nuevo alejé el brazo de mi cuerpo, me despedí de Laura que, para consolarme, comentó que no me preocupara pues eso significaba buena suerte. Los oficiales me observaron como preguntándose qué había sido lo que me había pasado, y salí casi… no, no casi, salí corriendo.
De regreso al metro, me fui por la calle en la que había comenzado todo. Caminé lentamente y estuve observando balcones, techos, ventanas… pero nada, no había algo que me dijera quién o qué lo había hecho. Eran cerca de la una de la tarde. Tú bien sabes que a esa hora el metro va hasta su madre y comencé a trazar un plan para llegar pronto al depa. Para colmo, el metro se tardó buen rato en balderas. Yo iba replegada en una esquina, ocultando mi brazo y disimulando mi autocensura, pues ni eso bastó. Todo mundo buscaba algo y ese algo me señalaba y el metro nada que avanzaba. Ya a las quinientas el metro cerró las puertas y avanzó, ¡sí, cerró las puertas! y entonces a nadie le cupo la menor duda y todo mundo me miraba. Cuando llegué a Niños Héroes salí corriendo del vagón. Pensé que en la calle ya nadie se daría cuenta, pero no, mientras yo avanzaba la gente que quedaba detrás de mi marcha giraba la cabeza y seguía mis pasos con la mirada. Atravecé un mercadito y la gente que estaba comiendo pambazos y quesadillas de pronto dejó de comer. Cuando llegué a Álvaro Obregón yo ya corría. Faltaba poco para llegar al depa. Justo en la esquina de Chihuahua, había mucha gente comiendo tortas, ¡pa su madre! Me dije, bajé de la banqueta, corrí al portón y abrí desesperadamente.
Ya en el depa no me detuve a ver cómo había quedado mi blusón, sólo alcancé a ver una gran mancha color verde que había dejado incluso rastros de haber escurrido. Bien sabes que la caca de pajarito no huele y ésta ¡Santa Madre de Dios!, ésta hedía, apestaba, hasta ganas de vomitar me dieron. No sé, no sé qué sucedió ni qué fue, de lo que sí estoy segura, es de que no fue un pajarito el que me cagó encima.