El
semáforo se puso en rojo. Ella, de leggins
azules y blusa entallada, se acerca al microbús para lanzar agua y lavarle el
parabrisas. A lo lejos, él la observa; callado, aguzando sus ojillos de rata
sin perder detalle.
En
una ciudad tan grande como ésta, las pasiones se dan el gusto de salir a la
hora que se les hincha la gana, y las ganas de ese hombre de ojos de rata
habían sido convocadas en ese momento.
Por
la cabeza del hombre comienzan a correr un sin fin de imágenes... Una tras
otra, sin tregua... El tiempo que dura en rojo un semáforo es demasiado corto,
justo para cogerse mentalmente a una drogadicta y darle rienda suelta a las
pasiones más oscuras de un hombre de ojos de rata.
Él
recorre esas nalgas con la mirada, sus pupilas llevan a su estúpido cerebro la
imagen de su boca besando esa carne que, no por dejarse llevar por el vicio, se
le antoja. ¡Oh, que vasta puede llegar a ser la imaginación cuando de proveer
imágenes de cogedera se trata!
El
hombre con ojos de ratón ha logrado, incluso, fantasear con el olor que
pudieran tener esos dos trozos de carne bien torneada, que ahora se sientan
sobre el cofre de un Tsuru para limpiar el parabrisas. Entonces el hombre da
una segunda, tercera mordida y mete su lengua en el ano de la viciosa.
Ella,
agradecida, gime de placer mientras absorbe el olor de su mona; luego le da un
beso largo, largo como el minuto y medio que duró ese semáforo, que ahora
cambia a verde y obliga al hombre de ojos de rata a alejar su lengua del ano de
la drogadicta, meter primera y avanzar.
Más
tarde vengo, se dice, igual por unos cuantos pinches pesos la convenzo y me la
llevo al motel.
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