Ayer domingo estuve escuchando algo de música por la noche. Escuchaba Creedence y de pronto comenzó a sonar ¿Has visto alguna vez la lluvia? Y, despuecito, Orgullosa María para seguir con Cementerio de Trenes… La primera imagen que me llegó a la cabeza fue la figura de mi madre bailando al centro de la sala de aquella casa de mi infancia. Mi madre… en aquellos años su figura delgada, sus anteojos de moda y una sonrisa que iluminaba su rostro cuando escuchaba Creedence y comenzaba su clase de baile para mis hermanos y para mí. Y aquí sigue, en mi cabeza. Por la ventana entraba ese sol lechoso de las mañanas de fines de semana, esas mañanas típicas en el Estado de México, frías y en espera de que papá llegara del servicio militar.
No sé cuando se fueron esas mañanas, no sé en cuál esquina dieron vuelta y me dejaron aquí, con un sin fin de recuerdos en la cabeza y con la impotencia de saber que jamás, sí, jamás regresarán esos tiempos. Hace poco platicaba con mi hermana Sandra y recordábamos precisamente nuestra infancia, una de las épocas más hermosas de nuestras vidas. Lejos estábamos de saber realmente el significado de la palabra vida, a millas de distancia nos encontrábamos ella, mi hermano Antonio y yo de preocupaciones económicas, de responsabilidades como padres y de dolores que, justamente, el vivir trae consigo. Algunas de las preocupaciones de nuestra infancia era saber quién cazaría más moscas en su frasco el siguiente fin de semana, que el peluchín o el solovino (perros que custodiaban la calle en ese tiempo) no nos fuera a salir de pronto o que los doberman de la tortillería que se encontraba más allá del llano, no fueran a escaparse y nos fueran a dar un susto. Quién iría dentro del carrito de mandado al mercado y que a mamá le alcanzara el dinero para que nos comprara un esquimo de regreso; el que no se nos enredara el estambre con el que mamá hacía sus arreglos para el baño (los cuales vendía a precios económicos) o sacar a nuestro intento de san bernardo que buscaba ocultar su miedo entre la ventana y el protector cada que la parroquia de la colonia celebraba la fiesta patronal y lanzaba desde cuetes hasta palomazos o saber quién de los tres llegaría primero en su carrera a recibir a papá, cuando su uniforme verde militar asomaba al final de la calle. Esas eran nuestras “grandes” preocupaciones, esas y pasar las materias de la primaria con un buen promedio… Ahora, con el tiempo detrás de nosotros, ya convertidos en padres y con otras responsabilidades, las preocupaciones son otras, los dolores más agudos y los temores enormes.
Y aquí, frente a la computadora, con las lágrimas empañando mis anteojos y el recuerdo de mi madre y mis hermanos a mitad de aquella sala, cierro los ojos y me dejo llevar por la memoria porque sí, últimamente he sentido unas ganas enormes de huir al pasado. Imagino y deseo de pronto abrir los ojos y despertar en la que era mi recámara y encontrar el cielo azul de aquellas mañanas en mi ventana, escuchando a lo lejos el golpeteo de cacerolas y vasos en la cocina que anunciaban que mi madre ya se encontraba de pie mientras mi hermana Sandra dormía, pequeñita, en la otra cama. Lo único que me ayuda a permanecer en esta alternativa que acepté vivir, son Pablito y Samuel, mis hijos, mis compañeritos de batalla, mi vida entera. Con ellos he aprendido y estoy aprendiendo a vivir y deseo de todo corazón que, en un futuro no muy lejano, ellos también recuerden su infancia como la etapa más hermosa de su vida.
Mientras tanto llevo a cuestas mis recuerdos, la memoria entera, y aunque lejos, parte de mi corazón se encuentra en Monterrey, con mis padres, mis hermanos… mi sangre…
Algún día, sí, algún día todo volverá a ser como antes…
Así sea.
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